Es difícil dar por terminado un viaje como el que hicimos sin llenarse de sentimientos encontrados. Tras lo que pareció una vida cruzando el subcontinente, las cosas que deberían llamar nuestra atención se vuelven tan cotidianas que describirlas como algo maravilloso o terrible parece absurdo. Por eso decidí dar un tiempo a esta entrada, para recuperar la mentalidad occidental y relatar las cosas desde un punto de vista más europeo, desde el recuerdo de la rutina.
De hecho, en un primer intento de escribir un resumen de lo vivido en los últimos días de viaje, esta entrada se iba a titular "Calcuta, el desagüe del mundo"; lo cual, a pesar del sensacionalismo, era exactamente como me sentía en aquellos momentos en los que el agotamiento físico y mental me hacían mirar todo con otros ojos. Decidí darle otra oportunidad, y espero escribir aquí un resumen en el que, sin intentar en ningún momento ser objetivo, quiero dar una pequeña imagen del continente indio.
La manera más fácil de definir el subcontinente es intentar hacer ver que tanto en lo cultural como en el paisaje, España y la India pertenecen a universos paralelos. Durante una eternidad de viaje conocimos lo mejor y lo peor; la hospitalidad y el acoso, la sencillez, la pobreza extrema, el sufrimiento y la felicidad de la gente de la calle.
Deshaciendo maletas me encuentro con telas que huelen a la India, gracias a dios, prescindiendo del olor a muerte y podredumbre, orín y heces que nos golpeaba en la cara en esquinas aleatorias en las que alguien decidió iniciar una tradición de marcar el territorio que sorprendentemente hasta las vacas siguen.
Echo de menos el tráfico, jugarte la vida al cruzar cada calle, apartarte en calles abarrotadas para evitar que una vaca te arrolle, las voces de los vendedores de ropa, tabaco y droga (sobre todo droga) que te persiguen por la ciudad, los viajes suicidas en tuk-tuk tras los que pisabas el suelo lleno de basura con una sensación mezcla de agradecimiento por seguir vivo tras el trayecto y asco por haber acertado justo en una deposición de buey.
Curiosamente, agradezco vivir en un sitio donde no soy nadie. Mejor ser nadie que una especie de semidios relleno de dinero al que sacrificar. Sin embargo, cuando me acuerdo de cada vez que perdí los papeles con algún conductor o vendedor (o simplemente, un indio que pasaba por allí), no puedo hacer otra cosa más que echarlo de menos. Un murciano al que conocimos en Calcuta nos dio la clave para describir a la gente que no lo ha vivido cómo es el trato con la gente.
El Show de Truman trata de un hombre (Jim Carrey) que un día descubre que su vida no es más que un espectáculo televisivo en el que es el único que lo desconoce. Hay una parte en la que él empieza a ser consciente de la situación y los actores que lo rodean no saben exactamente cómo actuar, puesto que él, el protagonista de esa trama absurda de la que forman parte, parece darse cuenta de lo que ocurre.
La situación del hombre blanco en la India es parecida. Cada mañana en Calcuta iba a desayunar al mismo banco en la calle, donde me traían el café y tostadas al estilo indio (esto es, aliñadas con más condimentos de los que tenía constancia de su existencia). Desde ese banco, cada mañana, pude ver como todos los días, unos doce hombre se empeñaban en fingir que estaban ocupados en una tarea, como leer el periódico, mirar fijamente una piedra o simplemente estar, mientras en realidad, se dedicaban a lanzar miradas furtivas para observar como, sorprendentemente, el hombre blanco tomaba su café exactamente igual que el día anterior.
Entrar en una tienda supone todo un acontecimiento, y mientras el dependiente se esfuerza en convencerte de que hasta las cucarachas del suelo eran de "veri gut cualitis mai fren, veri gut cualitis", a tu alrededor se apilaba una comitiva formada por la mujer del dependiente, el padre, la madre, los tres hijos, el amigo del bar, el primo lejano que viene a pasar una temporada, el dueño de la tienda de al lado, el peluquero de la amante del dependiente y dos o tres señores que pasaban por allí y aprovechan para exigir el 20% de comisión que corresponde a todo indio que lleve a un blanco a una tienda.
Este fenómeno de la "comisión por traer a alguien que vino solo" no es más que una especie de justificación para sacarle más dinero al hombre blanco, como las otras mil que conocimos y las dos mil que se nos pasaron por alto.
No quiero aburrir con quejas, insultos e improperios sobre nuestra estancia en Calcuta, pero se me llena la boca de calificativos sobre la ciudad menos india de la India. Durante todo el viaje, las historias de otros voluntarios que ya habían estado allí contaminaron nuestra cabeza con la idea de hacer algo útil. Estamos convencidos que nuestro gran fallo fue acudir a la que posiblemente sea la ONG mejor abastecida de todos, la Madre Teresa, en la que nuestra utilidad fue parecida a la de una piedra, o más bien, a la de un lavaplatos.
Fue en este punto cuando, desnutrido tras una intoxicación alimenticia, frustrado por la impotencia que dan el jabón y el estropajo; y el desgaste mental de un mes de eterna lucha y negociación con indios que nos tomaban por poco más que disminuidos mentales, estallé contra todo y convertí mis últimos días en un suplicio en el que solo quería volver a disfrutar de una ducha caliente, una cama limpia y una conversación civilizada.
Nora quizás se llevo la mejor parte al prescindir de esos últimos días. No se cómo pude envidiarla tanto por estar en casa, a pesar de seguir en uno de los países más maravillosos del mundo. Solo se que los últimos días en Calcuta se convirtieron en un purgatorio existencial con pequeños oasis de descanso en los que disfrutabamos de nuestra, en un principio amada, más tarde odiada; cerveza Kingfisher o de la terraza de nuestro hotel, el María, cuyo nombre da una idea de la seriedad del servicio y limpieza.
Compartíamos un baño (así es como llaman allí a los pozos de mierda en el suelo) en el que cada noche, dos ratas encantadoras compartían un debate seguramente interesantísimo a juzgar por su intensidad. Cada mañana recorríamos la calle musulmana en la que vacas despiezadas se exhibían al sol, las moscas y nuestro olfato. De vez en cuando nos adelantaba una bicicleta de la que colgaban por las patas más gallinas vivas de las que podría contar. Nos sorprendió que en un país en el que solo vimos una papelera (tenemos memorizado el sitio exacto) existiera una especie de servicio de recogida de basuras. Podreis tachar a apilar toda la mierda, basura y desperdicios en una esquina de rudimentario, pero dar por seguro que la prefiero concentrada en un lugar visible a salir del hotel y meter la chancla y la rodilla en una capa de residuos orgánicos (mierda, mierda, y más mierda). Echo de menos las manadas de perros organizadas que más de una noche nos dieron un susto. Echo de menos a los niños que se reían en tu cara cuando ya te habían sacado unas rupias o una CocaCola a la mitad, pero sobre todo a los pequeños tambaleantes y desnutridos que se colgaban de las botellas de agua con las que caminábamos, para poder vender el plástico al kilo.
Quizás lo más insultante y ofensivo de la India fue, precisamente, lo más occidental. Aconsejo encarecidamente a todo el que pise Calcuta visitar la discoteca Tantra, donde me clavaron por un whisky cola la friolera de 1200 rupias, precio que no dice nada hasta que aclaras que ronda los 20 euros y que un menú del McDonalds vale dos euros escasos o que una cajeta de tabaco cuesta unos 40 céntimos. Cajeta de tabaco que te confiscan al entrar, por supuesto, no porque esté prohibido fumar, si no para que fumes el tabaco que te venden en la propia discoteca, hecho a base de sangre de unicornio y cuerno de narval a juzgar por el precio.
Sin embargo, cada día de fiesta intentábamos volver. Quizás por el ambiente europeo, la fiesta, o simplemente curiosidad por cómo pueden comportarse mujeres cuyo cuerpo jamás es tocado por el sol en una discoteca. Sorprendentemente, visten igual que aquí, (quizás más corto) y bailan como si fuese un videoclip de MTV, lo cual resulta gracioso al ser mezclado con pasos tradicionales indios. Está claro que teníamos cara de pasaporte, no quiero dar más detalles, y que vuele la imaginación de cada uno.
Es curioso que todos coincidamos en que habrá sido el viaje de nuestras vidas, pero de repetirlo, cambiaríamos muchas, muchas cosas. No obstante, ya solo guardo buenos recuerdos, y los malos me parecen mejores. Cuando encontremos el tiempo, que siempre falta, subiremos las fotos de las que ya hemos hecho un adelanto. Quiero volver, sospecho que cada uno de nosotros volverá. Nos quedan muchas cosas por ver, Darjeeling, el Nepal, Goa, India Sur...
Muchas gracias a todos los que habeis encontrado interesante este pequeño viaje y nos habeis animado a aburriros con nuestras historias, estamos encantados hasta cierto punto de repetirlas hasta la saciedad.
Un abrazo a todos,
Nora Moles y Carlos Vior.
Namaste.